Los dos
primeros segundos deben de ser como estar muerto. Sabes que estás ahí, pero
todavía no sabes quién eres y menos aún dónde estás.Es una sensación incómoda.
Rara, como estar muerto. Y entonces, las cosas se van poniendo en su sitio. Estás
en su casa, de hecho, estás en su cama. La luz entra despacio por la ventana. Suave.
La claridad que limpia la mañana pura de un domingo. Silencio, sin prisas.
Recuerdas los bares de anoche, las luces brillantes, la vuelta a casa entre besos y risas y piensas
en tu ropa esparcida por todo el salón . No recuerdo un amanecer en el que
hayamos llegado civilizadamente a la cama. Cuando ella se apoya en la mesa y
gira la cabeza hacia ti, con su melena cayendo por su espalda desnuda, sabes
que ya no hay vuelta atrás. Lo hemos deseado desde las miradas de la primera
cerveza. Ahora oyes su respiración a tu lado. Giras la cabeza y ves su pelo
rubio enrollado en tu brazo como si el sueño hubiera querido unirnos sin
esfuerzo. Los reflejos del sol dibujan extrañas formas en el techo blanco. Las sábanas
ocultan placeres próximos. Luego piensas en el zumo, en la música que pondrás
en el desayuno medio desnudos y a qué café irás a leer la prensa fresca y
renuncias a pensar en cualquier cosa que esté más allá de esa tarde. No existe
nada más allá de este despertar. No estoy seguro, pero diría que tampoco existió
nada antes de este despertar.
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